miércoles, 23 de septiembre de 2015

Capítulo 5: El Administrador Benjamin Pedrosa (1622-1646)

Durante los primeros años de nuestra existencia como nación, es decir desde la entronización de Las Puertas como jefe de una tribu Guatepeoreña hasta la irrupción de Benjamín Pedrosa como Administrador Provisorio, se abrieron las puertas a la inmigración proveniente de España, Brasil y los Virreinatos del Perú y del Río de la Plata.

Muchos colonos blancos se establecieron en las aldeas indígenas, instalando chozas de adobe o paja en cualquier espacio libre. Es así que nuestras ciudades poseen hoy un estilo urbanístico único en el mundo: es su centro una retorcida maraña de estrechas callejuelas que terminan abruptamente en un patio familiar o en un chiquero comunitario. Del mismo modo, los senderos marcados por el ganado fueron transformados en calles o rutas, siguiendo su tortuosa y pintoresca trayectoria original.

El mestizaje tuvo lugar desde el primer momento, siguiendo el ejemplo del mismo Héroe Nacional, que se casó con una Guatepeoreña. Los nombres de la geografía nacional reflejan ampliamente esta mezcla de razas: Cenagales City, Nueva Cataluña, Stéfano Guaruyaí Porá, San Ióshele, Guchimambrá, Maspakí, Maspallá, Retá-Cualcá, Notefíes, etc.

En las regiones más inaccesibles de la selva tropical, en cambio, la población indígena permaneció en estado de mayor pureza, y conservaron por mucho tiempo su enrevesado dialecto, en vez de adoptar el español como sus hermanos más inteligentes.

Aún los indios que vivían en contacto con inmigrantes y criollos conservaron gran parte de su patrimonio cultural, e incluso contagiaron sus costumbres a los blancos. Hasta hace relativamente poco en el interior se practicaban conjuntamente la poligamia, la poliandria, el incesto, la antropofagia y el crimen ritual, sin desmedro de las creencias cristianas o judías y la educación universitaria occidental.

Las fiestas rituales siguieron celebrándose pese a la oposición de los primeros misioneros jesuitas que arribaron al país hacia fines del siglo XVI. Servían como excusa para las fiestas el Carnaval, el Cumpleaños de Las Puertas, la Pascua o la Navidad, tanto como la cosecha del maíz o las lluvias oportunas. A los tradicionales juegos de fútbol-cabeza, bailes, orgías sexuales, reparto de coca, aguardiente y hongos alucinógenos, se agregaron el rezo, las procesiones, la tarantela y la jota. En pos de la integración cultural, ninguna manifestación de regocijo era despreciada.

Parecidos patrones siguió el desarrollo económico de la naciente patria. Se cultivaba lo mismo que habían poseído los indios (maíz, mandioca y coca) con el agregado de los frutos traídos por los inmigrantes. A los ganados caprinos o los monitos domésticos se agregaron vacunos, porcinos, yeguarizos y aves. Los reptiles selváticos siguieron aportando sus cueros para las fábricas de delicados zapatos, carteras a la moda, arreos para mulas y cinturones para caballeros, y su carne para las ollas de los indios y blancos pobres.

Dado que la estructura tribal y las costumbres disolutas de los indios obstaculizaban el progreso del país, el Administrador Provisorio Benjamín Pedrosa recibió directivas de Novamás Las Puertas de adaptar la organización indígena a la realidad de los tiempos que corrían. Debía educar a los indios según patrones modernos, hacerlos abandonar sus prácticas aberrantes, y convencerlos de que se vistieran dignamente y se higienizaran mensualmente. Para ello contaba con varios batallones de esclavos y mercenarios fuertemente armados, al mando de oficiales españoles y portugueses.

No se sabe demasiado sobre la vida de Pedrosa antes de ser nombrado Administrador. En testimonios recogidos por su bisnieta Margarita se lo describe como un hidalgo español venido a menos, que arribó a Mandiguní posiblemente prófugo de la justicia. En un retrato de la época que alguna vez estuvo en el Museo Nacional de Historias, se lo veía como un hombre cincuentón, de breve estatura, casi más ancho que alto, bizco, orejudo y narigón, de prominente mostacho tapándole la boca y la barbilla.

En retratos posteriores se lo ve luego de hacer dieta, alto, delgado, musculoso, bronceado, montando un brioso caballo, y aparentando unos veinte años de edad. Está tocado con un alto sombrero de pluma y tiene el pecho lleno de condecoraciones. (Y un pelotón de soldados mira a todos, incluso al pintor, con aire amenazante).

Pedrosa se dedicó con fanatismo a la civilización de los indios y su integración a la sociedad según las normas civiles y eclesiásticas. Recorrió el país con su tropa, y aseguró en cada hacienda o poblado los mecanismos necesarios para que los indios quedaran bajo la tutela de algún blanco capacitado para educarlos. Los propietarios podían hacer trabajar a los indios en los cultivos, en las excavaciones en busca de metales preciosos (o metales, o en el peor de los casos minerales vistosos), o en cualquier otro menester.

Pedrosa trató siempre que le fue posible, de adjudicar los indios más inteligentes a los propietarios mejores, para sacar más provecho de ambos lados. Así los indios expertos en astronomía, lógica o ingeniería servían a los clérigos o a personas alfabetas y beatas; los avezados en hierbas medicinales, compostura de huesos y partos difíciles obedecían a los pedicuros egresados de la Escuela Médica fundada por Las Puertas en los últimos meses de su vida. Los indios capacitados para la guerra, duchos en lanzar dardos envenenados, en estratagemas bélicas y en logística militar, se pusieron al servicio de las tías de Pedrosa, expertas en costura y bordado, y por último, los maestros de ceremonias se dedicaban al trabajo en las minas, ya que eran harto haraganes y propensos a la jarana como para encargarles tareas delicadas.

Esta política transformó la convivencia pacífica de las comunidades blanca e indígena en una productiva dependencia de los indios hacia sus patrones, ya que los indios plantaban cereales, tejían lana o buscaban oro durante el día, a cambio de recibir alimento y lecciones de catecismo y buenos modales durante la noche. Desde ya fue necesario, para limar asperezas entre ambas comunidades, suprimir las fiestas rituales y eliminar a los indios disidentes, que fueron unos cuántos.

Durante algunos años todo anduvo bien, pero en el año 1646 tuvo lugar la famosa rebelión de Manditorá. Este era un ex maestro de ceremonias de los mandiguníes, que fue enviado por Benjamín Pedrosa a trabajar en las minas de turba del Cerro del Oro, en el norte del país. La producción de turba era escasa u de mala calidad, y esto valía a Manditorá la cruel reconvención de su capataz. Finalmente, Manditorá aprovechó una borrachera del capataz para convencer a los demás mineros de que debían expresar su disconformidad por los malos tratos que recibían. Así, los 15 indios mineros rebeldes degollaron a su 91 capataces, y partieron a pie hasta el cercano poblado, asesinando luego a los 212 empleados administrativos de la mina que allí residían, y a los 400 empleados jerárquicos.

El grupo de Manditorá se dirigió a otros yacimientos similares propagando la insurrección entre los indios mineros. Una desordenada tropa de 2000 indios cruzó el río Retá-Cualcá y entró en la zona maicera del Valle Central de Guatepeor, ganando adeptos entre los cosechadores de maíz. La tropa recaló en Villa Clarambuá, donde por idea de Manditorá se festejó el fin de la esclavitud con una grandiosa ceremonia acompañada de copiosas libaciones, como era habitual en ese entonces (y ahora).

Los mensajeros que llegaban a esa Villa, convertida en cuartel general de Manditorá, anunciaban sin embargo la proximidad de las tropas de Benjamín Pedrosa. El líder de los revoltosos intimó a los indios a recomponer sus filas, en lo posible antes de la llegada del enemigo, y mientras tanto recorrió la villa en busca de morteros, cañones, fusiles, mosquetes, picos, palas y palos para armar a su tropa, siendo lo último de lo nombrado lo único que abundaba.

La batalla de la Villa, como la conoce la historia, se inició al mediodía de un día frío y lluvioso, se interrumpió por dos horas y media para dormir la siesta, y finalizó al atardecer con el triunfo de la hueste de Manditorá, seguido por el desbande de los soldados de Pedrosa. Una versión indica que el grueso de la tropa vencida se extravió pocos kilómetros antes de llevar a la Villa, y sólo combatieron los tres integrantes de la avanzada de exploración. El cronista de la tropa informó, al regresar a la capital, que fueron derrotados por un enemigo fuertemente armado, numérica y técnicamente superior.

Luego de la batalla de la Villa, la tropa indígena promovió la revuelta contra las autoridades y la vuelta a la antigua tradición. En todos los pueblos donde los soldados de Manditorá llevaban la revuelta, las iglesias, municipios y puestos de policía y ejército eran destruidos, y se nombraban grupos de vecinos para organizar la comunidad en ausencia de las autoridades leales a Pedrosa. Medida fundamental era la reimplantación de las tradicionales fiestas indígenas, y el sembradío de tabaco, amapola, coca y hongos.

Por suerte para el país y su futuro de grandeza, tal anarquía no duró demasiado, apenas 16 años. Esto fue lo que demoraron las tropas de Pedrosa para reorganizarse y proveerse de pertrechos, oficiales y tropa de refuerzo en Mandiguní, en los países vecinos y en otros no tan vecinos. Finalmente Pedrosa y su hueste avanzaron hasta Villa Clarambuá, donde penetraron sin hallar resistencia. Se instalaron allí a aguardar el regreso de Manditorá. Este último atacó la Villa al frente de un escuálido batallón. La larga batalla de la Segunda Villa terminó con la rebelión india. La tropa de Pedrosa sufrió unas veinte bajas, pero conservó intactos seis batallones de setecientos hombres. La tropa de Manditorá, en cambio sufrió seis bajas, cuatro indios huyeron y Manditorá fue capturado vivo. Luego de un breve juicio en que se le acusó de masacres, subversión, rebeldía, perjuria, y robo de oro, alhajas y comestibles, se le dio a elegir entre la muerte por fusilamiento, o la deportación al Río de la Plata. Eligió ser fusilado, pero ante la carencia de balas se lo deportó de todos modos. Ya en Buenos Aires, dijo que pensaba que su deportación sería al medio del Río, no a la ciudad, y que estaba muy desilusionado. De todos modos murió ahogado en una tina de baño, dispositivo desconocido para él.

Durante los gobiernos nacionalistas recibieron el nombre de Manditorá numerosas obras públicas de todo el país, pero durante los gobiernos militares, modernistas o derechistas las mismas cambian su nombre y las bautizan con el nombre de algún funcionario o funcionaria de turno, o de algún futbolista de su equipo predilecto. Hasta los niños llamados Manditorá sufren el cambio de nombre por decreto, y pasan a llamarse Eufrasio, Margarita o cosa por el estilo.

Luego de la batalla, las tropas de Pedrosa salieron de las trincheras de la ciudad de la Villa, a la que cambiaron su viejo nombre por Villa Pedrosa del Triunfo, y recorrieron el país eliminando los focos de resistencia en las ciudades y el campo.

Al terminar con el peligro de la rebelión indígena, Pedrosa volvió a la capital, se rebeló contra los hermanos Las Puertas, y en la Primera Batalla del Palacio Pintado derrotó a la Guardia Presidencial y se adueñó del poder (1662).

Pedrosa solía decir que aspiraba a grandes hazañas. Al frente de un ejército triunfante, se esperaba que invadiera Brasil, Argentina, Colombia o Perú. Y algunos especulaban con la formación de una flota con la cual atacarían España, China y Rusia. Una comisión trabajaba en ascender a Guatepeor a la categoría de Imperio Galáctico o cosa parecida.

Como se hacía en esas épocas, unos funcionarios del gobierno hacían contactos con las monarquías del mundo buscando casar a Pedrosa con alguna princesa disponible. Una misión avanzó las gestiones para convencer a las herederas de los tronos británicos, holandés y sueco, en Europa, y etíope, en África. Las preferencias de Pedrosa recayeron en Naje Ftunguangué, en Adis Abeba, Etiopía.

Pedrosa se retiró prematura y sorpresivamente, nombró sucesor a su hijo Boleslao y se estableció en un remoto paraje etíope desde donde cortejaba a su posible futura novia. Se supo que se dedicó al cultivo de zapallos, que en esa zona tenían algún significado ritual relacionado con la fertilidad. Parece ser que en 1668 la Asociación de Cultivadores de Grandes Zapallos de Etiopía le otorgó un Diploma Honorífico por su cuarto puesto en su Concurso Anual. Poco después, se extravió en una ciénaga y se lo comió una anaconda.

Llevó su nombre un zapallo gigante de más de 5 kilos que se ubicaba en el Museo Nacional de Historias de Mandiguní. (reducido a la mitad en la hambruna de 1953, y a nada en la de 1958).

Digan lo que quieran, pero el amor es ciego. Capaz que con la etíope era mucho más feliz que con alguna princesa europea hueca y quisquillosa. Te imaginás a una princesa europea haciéndole comer mate con tortas fritas? Ni ahí. Y un puchero con las sobras de la semana? Ni loca.  En cambio los africanos muertos de hambre se arreglan con cualquier cosa. Nada de desmerecer a doña Ftunguangué. Y digo yo, si la etíope estaba a la altura de las otras que tenían abolengo, oro y corona, seguro que era mucho más linda. La plata te la gastás en un santiamén, pero la belleza dura y el amor es más fuerte…

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