martes, 22 de septiembre de 2015

Capítulo 6: Boleslao Pedrosa (1662-1716)

El hijo mayor de Benjamín Pedrosa, Boleslao, asumió el poder en Guatepeor con el cargo de Administrador General, cuando contaba con 27 años de edad. No se parecía físicamente a su padre, ya que era alto, apuesto y de rasgos sospechosamente aindiados. Desde pequeño se caracterizó por su astucia y coraje, y por una perseverancia rayana en la terquedad.

En la época de Boleslao sólo estaba colonizado parte del Valle Central de Guatepeor, por lo cual se hacía necesario la conquista y evangelización de las regiones inexploradas del resto del país. Para ello, el Administrador encabezó varias expediciones con las cuales desmontó la selva, abrió caminos, luchó contra las tribus que aún se hallaban en estado de salvajismo y fundó numerosos poblados.

La primera expedición, integrada por 2500 hombres, bordeó la costa del río Mandiguní hacia el noroeste. Numerosas dificultades se opusieron a la marcha. Al trigésimo día de abrirse camino penosamente por la espesura, fueron atacados por indios hostiles. Veinticinco colonos y soldados se perdieron antes de que los agresores fueran puestos en fuga, y fueron enterrados en el lugar, bautizado como Cementerio Pedrosa.

Repuestos del contratiempo, tardaron quince días en recorrer los siguientes 50 km, debido a que la selva era muy espesa y a que Boleslao se negaba a dar rodeos para hallar terreno más despejado. Los hacheros encabezaban la marcha, acumulando troncos y malezas a los costados de la senda labrada. Para no perder de vista el río debían seguir todos los vericuetos de éste, lo cual resultaba en que el recorrido era tres veces más largo que si hubieran marchado en línea recta.

En el segundo campamento Boleslao hizo un alto de tres días para enterrar otras cuarenta personas que murieron atacadas por una especie desconocida de mosquitos, sumamente agresivos. Por ese motivo el lugar fue bautizado como Cementerio Los Mosquitos. De forma similar, los cementerios de Los Cocodrilos, Las Avispas, Las Serpientes y Los Escorpiones fueron jalonando la marcha.

Al llegar a un amplio claro de la selva que se llamó Paraje Pedrosa, los doscientos colonos que quedaban vivos se negaron a seguir adelante o regresar, ya que estaban exhaustos y con escasas provisiones. Dadas las circunstancias, Boleslao los autorizó a quedarse en el lugar, dejando una dotación de treinta policías, cuatro caballos, doce sacerdotes, diez cabras y siete soldados, encargados de proteger a los colonos contra los indios. El resto de la columna emprendió el regreso, esta vez aprovechando un ancho sendero de cerdos salvajes que corría paralelo al río, pero en línea recta.

La colonia de paraje Pedrosa tuvo mucho intercambio con los indios. Los blancos enseñaron español y religión,  y los indios, cómo sembrar, criar ganado, pescar y cazar. También les enseñaron a construir balsas de troncos, con las cuales el trayecto hacia Mandiguní se hacía en pocas horas.

De ahí en más, la vía fluvial permitió un intercambio fluido entre Paraje Pedrosa y la capital, y también el establecimiento de colonos en los cementerios del camino. Los cementerios disponían de unos pocos cuidadores y algunos fotógrafos, vendedores de flores, placas de bronce y recuerdos. Luego cada cementerio adquirió un centro comercial y turístico. Y dado que muchas familias poseían muertos en varios cementerios del recorrido, el “Camino de los Cementerios” se fue haciendo popular, y se pobló de hoteles y restoranes. Curiosamente, los muertos resultaron mucho más productivos que los vivos, y no faltaron militares y políticos que justificaban sus matanzas con este argumento.

En 1680 Boleslao emprendió una nueva expedición, esta vez siguiendo hacia el sur el curso del Mandiguní. La expedición recorrió los pequeños poblados indígenas del fértil Valle Central de Guatepeor para reforzar sus filas y reaprovisionarse de alimentos.

Los lugareños intentaron disuadir a Boleslao de introducirse en la selva, pero una vez que éste tomaba una decisión, ni la Virgen en persona era capaz de disuadirlo. La expedición descansó un día en el poblado y reinició su viaje. Luchando como siempre con la espesa vegetación, el tórrido y ahora húmedo clima, las bestias, los insectos y los infaltables indios hostiles, soportaron dos semanas de marcha, jaloneando como era habitual el camino con las tumbas de los más débiles, agrupados en cementerios alusivos.

Una mañana, el propio Boleslao, que en su impaciencia había salido de avanzada de la expedición, descubrió que el turbio ramal del Mandiguní que venían siguiendo se volcaba en un caudaloso río que les cerraba el paso. Cuando llegó el grueso de la expedición los indios que hablaban Guatepeoreño dijeron repetidas veces "Notefíes", nombre que le quedó al río. Desde la orilla del Notefíes, entonces, se veía la cumbre de un monte asomar hacia el sur, por encima de la siempre lujuriosa y desafiante vegetación. Después de tantos días en que sólo se veían retazos de cielo por entre las ramas de los árboles y las enredaderas, fue maravilloso ver el cielo sobre el río, las aguas cristalinas y susurrantes de éste, y un majestuoso monte emergiendo soberano de la orilla sur.

Allí la alegría del descubrimiento hizo superar las permanentes rencillas entre los oficiales de Boleslao. Después de celebrar con la tradicional ceremonia Guatepeoreña, abundante comida, alucinógenos y bebida, Boleslao ordenó construir cuatro balsas para el cruce del río. Sólo dos balsas naufragaron, y sus tripulantes se ahogaron en la corriente y fueron devorados por las pirañas y yacarés (entre las bajas estuvieron algunos oficiales conflictivos y el hermano menor de Boleslao). Acto seguido, la sufrida hueste de Boleslao escaló el monte, observando al llegar a la cumbre el bello panorama que ofrece la zona pantanosa del sur del país. Como los indios volvieron a insistir con su "Notefíes", así fue bautizado también el monte. Dejaron un documento que explicaba la propiedad de Boleslao sobre el monte y las tierras aledañas y prosiguieron la marcha.

Al descender del monte las ciénagas los recibieron con unas engañosas arenas movedizas, en las que se perdió la avanzada de la tropa. Boleslao, cosa rara en él, se había retrasado discutiendo con un oficial, gracias a lo cual salvó su vida. Después del nuevo accidente, y de nuevos "Notefíes", la tropa se amotinó, pues no querían seguir adelante. El Administrador insistía en rescatar los cuerpos de los infortunados perdidos en la arena, para luego darles cristiana sepultura y fundar un nuevo cementerio. Bastante lamentaba no haber rescatado los cuerpos de los ahogados en el río, que engordaban ahora la fauna ictícola del Notefíes. La tropa, al mando del Capitán Hunfredo Costabrava, regresó a Mandiguní en abierta rebeldía, y Boleslao Pedrosa, con sólo tres fieles indios que se habían incorporado a la expedición para conocer mundo, rodeó las arenas movedizas y se internó en los peligrosos cenagales.

Cuando Costabrava llegó a Mandiguní atacó el Palacio Pintado, derrotando a los defensores del Viceadministrador General que había dejado Boleslao (1663, Segunda Batalla del Palacio Pintado). Una vez pacificada la población a costa de varios fusilamientos, Costabrava asumió el cargo de Administrador General, y levantó un monumento a la memoria del seguramente difunto Boleslao.

Las cosas siguieron su rumbo habitual en Mandiguní, durante cuatro años, cuando sorpresivamente para todos, Boleslao se presentó una mañana en el Palacio Pintado, dispuesto a realizar sus tareas habituales. La población, al enterarse, lo recibió con euforia y algarabía. Cuando Costabrava concurrió a su despacho como todas las tardes, se encontró con Boleslao y fue tal su impresión que murió de un síncope, ahorrando el trabajo de fusilarlo.

Cubierto de tierra, con las ropas andrajosas, curtido por el sol, cubierto de costras y ronchas, maloliente y pelilargo, Boleslao parecía vuelto del infierno, donde sin duda lo hubiera pasado mejor que en las ciénagas.

Contó que unos indios les informaron que masticando el barro que pisaban se lograba rescatar cierta cantidad de plancton, sumamente nutritivo pese a su repugnante olor y sabor. Mamando del seno (o cieno) mismo de la generosa tierra Guatepeoreña los expedicionarios lograron sobrevivir. Si bien los primeros días experimentaron terribles vómitos y diarreas, lograron acostumbrarse a tan insólito alimento. Sólo dos de los indios murieron de gastroenteritis, y Boleslao y el restante, resistentes a todo, lograron arribar a una zona seca y alta. En ese sitio Boleslao puso la piedra fundamental de Cenagales City (1683), nombrando al fiel indígena como Alcalde Mayor y encomendándole la tarea de defender el lugar y poblarlo, en caso de conseguir con quien, en tanto Boleslao volvía a Mandiguní a comunicar la grata nueva.

El viaje de retorno fue, si cabe, peor que el de ida. El valiente Administrador fue atacado por los indios en dos oportunidades más. En la primera, le robaron un anillo que llevaba. En la segunda, lo llevaron prisionero a su guarida. El lugar en que estos indios vivían no podía ser más miserable: unos hoyos excavados en la tierra en una zona ligeramente sobre las ciénagas, en el fondo de los cuales echaban barro. Los habitantes del lugar, aparte de dicho barro, comían corteza de árbol (buen laxante) y ceniza volcánica (favorable para el cutis).

Después de un largo período con estos indígenas, Boleslao logró convencerlos de viajar hacia el norte, donde les prometió que hallarían barro y árboles muy apetitosos. A la cabeza de una docena de indios, Boleslao emprendió el camino de regreso. Al llegar al Notefíes Boleslao lloró de alegría. ¡Por fin en lugar acogedor! Atravesar el río e internarse en la espesura fue tarea simple para él, luego de las penurias sufridas en los cenagales. Los mosquitos venenosos, las serpientes, los felinos, la vegetación salvaje eran saludados por cariño por el sufrido Boleslao. Sin embargo, la prueba fue muy dura para los indios de los pantanos, que extrañaban la calidez de su hogar y decidieron regresar.

Boleslao continuó solo su camino, extraviándose muchas veces pero volviendo a encontrar siempre la ruta.

Luego de arribar a Mandiguní, y vivir los episodios ya mencionados, se dedicó a escribir una extensa memoria describiendo sus viajes, acompañado de una completa cartografía.

Todavía realizó Boleslao varias expediciones más al interior del país, fundando los poblados de Villa Pedrosa Nueva, Puerto Pedrosa, Pedrosa y Pedrosa, y Santo Pedrosa. En uno de sus viajes recordó al indio que dejara custodiando el solar de Cenagales City, y llevó diez carretones con doscientos colonos a instalarse en el lugar. No pudieron encontrarlo, pues el solitario Alcalde se había ido llevándose la Piedra Fundamental, pero hallaron otro lugar alto y seco en medio de los pantanos y allí se instalaron. Sobrevivieron criando patos, cerdos y ranas y cultivando arroz, y edificaron la hoy progresista capital de la provincia de Las Ciénagas.

Boleslao, sobreviviente de tantos riesgos increíbles, falleció en 1716, al caer en un pozo que se estaba excavando en los fondos del Palacio Pintado. Hoy lleva su nombre un cubículo del baño de hombres del Ministerio de Ministerios de Mandiguní.

Lo sucedió su hijo, Rufino Pedrosa.

El tipo éste será un héroe todo lo que quieran, pero yo pienso en la pobre esposa cuando él se iba de viaje. Tanto viaje habrá sido útil para el país, no lo discuto, pero a la esposa hay que atenderla. Ya muestran los cuadros que no se parecía al padre, sinó probablemente al almacenero de la esquina. Y seguro que si este gran viajero tuvo hijos se parecían al mejor amigo de la madre, o al profesor de tenis, o al psicólogo, o al chofer.
Yo entiendo que cuando murió le pusieron su nombre a algo en su honor. Y a la esposa? Se merecía una estatua de bronce. Ya me la imagino, con un cucharón en la mano y gritando. Atendiendo a los chicos, a los proveedores, al plomero, y cuidando que no se queme la comida, todo a la vez. No es justo que haya héroe sin heroína…. Y no digo el polvito blanco, que usan los héroes de ahora, no de antes, digo heroína por la santa esposa de este señor con hormigas en el c…

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